sábado, 2 de octubre de 2010

Calles de invierno



No quería seguir encerrada en su casa, esto sólo le hacía pensar más en él.
Cogió las llaves y se dispuso a salir por la puerta, no sin antes pararse a ponerse su chaqueta y un buen gorro de lana que le mantuviera la cabeza caliente.
Al abrir la puerta, el frío se metió entre sus ropas y heló su faz dándole aspecto de marfil.
Frotó sus manos con ademán de sentirse cálida durante un instante; fracasando en el intento se enrrolló una bufanza verde en el cuello tapando también nariz y boca para que el frío no pudiera calarla.
Resbaladizas y blancas calles se extendían sin visión alguna del horizonte, su mirada sólo podía posarse en sus pies. Pobre del que andara despistado por estas calles, más de uno llegaría a su casa con un buen moratón en el culo. Pero ella es precavida y cuidadosa, no se dejaría vencer por un asfalto helado.
La bruma descendió, y la niebla no dejaba ver más allá de un brazo estirado. De la nada apareció un nevado banco; lo sacudió y se acurrucó sobre aquel congelado mármol.
De su bolso sacó un cigarrillo y un mechero; si quiera el humo del tabaco era perceptible para su visión.
Algo la rozó. Parecía ser que alguien había tenido la misma idea que ella, dos solitarias personas que andan por la calle y piensan en hacer lo mismo.
Él también sacó un cigarro de su bolsillo trasero y amablemente le pidió fuego.
- Perdone, ¿tiene fuego? - dijo mientras se descolocaba la bufanda para dejar a la luz su boca, y con ella, su rostro.
De entre la bruma, dos cachitos de cielo brillaron; sus ojos azules calaron en lo más hondo de aquellos ojitos color miel.
- Claro, tome - dijo mostrándole el mechero. Pero el mechero no se percibía entre tanta niebla y tanta bruma.
Él le agarró las manos. Ella depositó su mechero.
La calidez de sus manos la dejó perpleja.
- No puede ser más que él - pensó.
Él pareció percatarse de lo que pensaba en aquel instante. Tomandola por las mejillas, cálido contacto sobre una helada piel, con sus ojos y bocas a menos de 20 centímetros de distancia, la besó como se besan aquellas parejas que se despiden en el aeropuerto o en el andén.
El fuero ardor los recorrió, llevándose con él el frío y ese sentimiento de soledad.
Ella no pudo evitar llorar. Apretando sus parpados, dos gotitas de cristal se deslizaron.
Él la abrazó, la hundió en su pecho.
Ella le agarró con fuerza y no lo soltó.
Nunca.